Pongamos que hablo de Madrid

Nací en Madrid. Un veintiuno de abril de mil novecientos setenta y siete. Mi primeros años fueron extraordinariamente felices. Hasta los once años mi planeta director fue la Luna. En astrología védica se dan seis niveles de influencia planetaria permanente, de mayor a menor. El ciclo mayor dura, en caso de los planetas de corto recorrido entre siete y diez años. El ciclo mayor, en los planetas de largo recorrido, tiene un extensión de entre quince y dieciocho años.

En mi caso, a los once años, pase de La Luna, como planeta director del ciclo mayor, a vivir de la mano de Marte como planeta rector durante un total de 7 años. Años de jolgorio, pasión, maravilla, acción a discreción y amor mundano a raudales. La inconsciencia también puede ser un valor en alza cuando se vincula a la acción brutal. A que todo salga como tú, desde el inconsciente, quieres que salga.

En esos primeros años todo salió a pedir de boca. Ganador en el más amplio sentido de la palabra. Ganador por aplastamiento. Al menos todo lo ganador que puede llegar a sentirse un adolescente que despierta a la vida y que siente que todo sale como tiene que salir y que así debe de ser.

Madrid fue mi templo de acción. Y casi todas mis acciones tuvieron como centro de operaciones la salas y canchas de juego del Colegio Blanca de Castilla. Un mundo onírico a tan solo quince minutos de mi casa. Un teatro de los sueños en el que soñar era gratis y además de cómodo, fue siempre divertido. Un niño atado al éxito, sin saber, por aquel entonces que ese magnetismo hacia la experiencia correcta no era tanto mérito mio como de un Marte como planeta director bien colocado en mi mapa natal, y que solo hizo que desplegar sus inapelables e imponentes fuerzas a través de mi, un niño de apenas once años de voracidad insondable y que desde su impostada megalomanía por aquel entonces, se sentía pletórico e invencible.

Fueron años dulces. Cuando ganas dentro de los mecanismos de esta dimensión o Realidad todo sabe mejor. Y yo, en aquellos años ganaba en todo. Más que ganar, vencía, como el héroe griego que auspiciado por el Dios Marte, ve en toda misión su propia batalla y en toda batalla su propia misión. Asalté los ritos iniciáticos desde una sed desbocada de victoria que me impulsaba siempre, sin yo saberlo, a querer beber más. No había secretos en la acción, pues la acción siempre acababa igual, en una apuesta ganadora. El mejor por definición. Y por aclamación, como por arte de magia todo salía a pedir de boca. Me querían y yo me sentía querido. Y no haciendo nada todo salía solo. Rodado. Los mejores goles, las mejores canastas, las mejores notas y así una ristra de percusión y repercusión extraordinaria que me impedía ver ninguna otra realidad que no fuera la mía: la del ganador.